Pequeñas
gotas de lluvia golpeaban los adoquines de la calle y cogieron por sorpresa a
los pocos viandantes que por allí paseaban. En cuestión
de segundos, el cielo se cubrió de espesas nubes grises que amenazaban
tormenta, y los transeúntes corrieron a refugiarse del agua entrando en sus
casas, en tabernas o en comercios.
Dentro de
una de esas tabernas se encontraba Jack, un hombre de mediana edad con una
espesa melena castaña que empezaba a teñirse de canas. Era un hombre grande y
corpulento, y no soportaba la lluvia. En su pequeña ciudad no llovía muy a
menudo, pero cuando lo hacía, las lluvias podían durar días. Miró por la
ventana, que iba llenándose de gotitas de agua, y al descubrir que la lluvia había
empezado a caer, decidió pedir otra cerveza.
Un camarero
se la llevó a la mesa y se retiró. Se le veía contento, y no era de extrañar,
pues en aquella diminuta ciudad, situada en un rincón perdido del mundo, la
lluvia era sinónimo de clientes para la taberna, y los clientes eran sinónimo de
dinero para los dueños y de propinas para los camareros.
Empezaron a
oírse truenos y a verse relámpagos que partían el cielo, haciendo que la gente
perdiera las pocas ganas que podían quedarles de volver a sus casas. Y es que,
aunque vivían en una ciudad pequeña, las casas estaban alejadas del centro,
porque en su momento, las viviendas se construyeron para ser de lujo: aisladas
y rodeadas de amplios jardines.
En cualquier
caso, no había en la taberna nadie que pudiera irse a casa sin llegar
completamente empapado, así que, por el momento se quedarían todos allí
esperando. No era la primera vez que eso pasaba, pues la lluvia tenía tendencia
a dejar parte de la población encerrada en los bares durante horas, y por ese
motivo todos estaban preparados.
Sacaron de
una vieja estantería las cartas y los dados y se formaron grupos de juego. Jack
se levantó de la silla y se dirigió una mesa llena de hombres y jóvenes que
fumaban mientras tiraban los dados. Se sentó entre ellos, y se unió al juego.
Jugar a los dados no tenía ninguna complicación, y, para ser sinceros, tampoco
proporcionaba mucha diversión. En realidad, todo era una excusa para lo que
realmente les gustaba a aquellos hombres: apostar.
Como la
lluvia casi siempre los pillaba desprevenidos, las apuestas eran muy originales
y diversas. Así, pasaron cerca de una hora intercambiándose comida, bebida y
hasta ropa y objetos de valor. Pero, como les pasaba siempre, pronto se empezaron a cansar de ello.
Jack había
perdido su sombrero, pero había conseguido una buena cena con un doble seis que
había sacado de pura casualidad. Después de recoger sus cosas, se levantó de la
mesa y se dirigió a los servicios. Una vez allí, se limpió la cara y se peinó
el pelo que, sin su sombrero, se veía un poco descuidado. Cuando salió, volvió
a sentarse en su mesa, y miró el reloj de la pared que indicaba que ya pasaban
las diez de la noche. Todos empezaban a estar cansados y deseosos de volver a
sus casas para descansar, pero la lluvia no parecía atender a sus deseos y seguía
cayendo sin piedad.
Las personas
que se encontraban en la taberna empezaron a movilizarse: algunos más
impacientes se cansan de esperar y salen bajo la tormenta. Otros, intentan
hacer la espera un poco más cómoda y amena y se cuentan historias. Algunos otros,
con la ayuda del alcohol se quedan dormidos en sus mesas.
Jack era de
los que aprovechaba la espera para escuchas historias y aprender leyendas
nuevas para contar a sus hijos, así que se acercó a la mesa dónde el carnicero
del pueblo estaba contando una leyenda que había oído contar a sus abuelos
cuando era niño.
La historia
que contaba el carnicero era de las mejores que se habían oído en las tabernas
de la ciudad desde hacía años. Era una leyenda que tenía de todo: aventuras,
amor, magia, terror, seres fantásticos… y lo mejor era que estaba ambientada en
los alrededores de Derk, lo cual le daba un valor añadido de proximidad.
El carnicero
resultó ser un narrador espléndido, dejando a todos los allí presentes
boquiabiertos y completamente absortos en la historia. Cuando aquella especie
de cuento llegaba a su punto álgido, el momento de más tensión y emoción,
cuando todos los oyentes estaban aguantándose la respiración, alguien se
percató de que había dejado de llover.
Era algo muy
raro, puesto que el diluvio había parado en seco y el cielo se había aclarado,
dejando ver las estrellas y la luna a lo alto del espacio celeste. Habían
pasado cerca de una hora escuchando al hombre contar la historia, pero cuando
vieron que había parado de llover, nadie se movió. En otras ocasiones, cuando se habían quedado
todos esperando a que la lluvia cesara, a la mínima que les parecía que llovía
menos o paraba, marchaban todos rapidísimo y en pocos segundos dejaban la taberna
vacía.
Aquella
noche, en cambio, parecía que nadie tenía ganas de marchar. Al contrario, todos
miraban al carnicero esperando el desenlace de aquella trepidante leyenda que
los tenía a todos cautivados. El carnicero no sabía muy bien cómo actuar. Era
tarde, y todos tenían que irse a casa a descansar, pero por otro lado le hacía
sentir bien el hecho de tener todo el mundo pendiente de él, así que dijo:
-
Bueno, amigos, parece que el cielo está claro
y el tiempo estable… Vayámonos a nuestras casas y seguiremos con la historia en
otra tarde lluviosa.
Todos
le hicieron caso, y paulatinamente fueron vaciando la posada. Jack salió de los
últimos, como si tuviera miedo de que el carnicero soltara algún detalle sin
estar él presente. Al salir, se sorprendió a sí mismo pensando que le habría
gustado que siguiera la lluvia, que había sido una pena que cesara tan pronto. Y
es que hay veces que algo que se presenta negativo puede ser el contexto para
que pase algo maravilloso.