29 de agosto de 2013

Cazadores de belleza



Los dos hombres se detuvieron al llegar a la cima de la colina. Des de allí, podían vislumbrar un amplio paisaje de una belleza excepcional, que era justo lo que deseaban. Sin decir una palabra, los dos empezaron a prepararse para realizar sendos trabajos: Uno de ellos, el más alto, quitó con delicadeza el trapo que cubría su caballete y sacó de su bolsa una caja de pinturas y una paleta. El otro, de estatura más baja, sacó una bonita pluma y un bloque de notas de su bolsa. Los dos se sentaron cerca el uno del otro, pero no lo suficientemente cerca como para molestarse en su trabajo.
El pintor, que se llamaba Hans, cogió un trozo de carbón y empezó a trazar líneas sobre la tela en una reproducción  de lo que contemplaban sus ojos. El escritor, Bruno, cogió su pluma y empezó a escribir palabras, las palabras que le transmitía aquella visión maravillosa del paisaje.
Pasaron una hora trabajando en silencio, cada uno concentrado en su tarea y absorbidos por el arte. El pintor mezclaba sus pinturas para conseguir los tonos que más se parecieran a la realidad, y sólo escogía para su cuadro aquellos que le parecían más exactos. El escritor, buscaba la palabra que mejor encajaba en cada lugar, la que mejor describía aquel paisaje.
Después de un rato más, ambos pararon, como si la inspiración les hubiera abandonado y se quedaron contemplando sus respectivas obras, analizándolas. Hans y Bruno eran bastante amigos, se conocían desde jóvenes y el amor al arte los había mantenido muy unidos. Se conocían bastante bien, y se comprendían, y por ese motivo ni el uno ni el otro decía nada, por respeto a la concentración y el trabajo del otro. Aun así, también sabían que había momentos en que uno se bloquea, y en esos momentos lo mejor es hacer un descanso, así que Hans dijo:
-                               Este paisaje se me resiste.
-                     Sí, lo mismo me parece a mí. Es curioso, llevo rato escribiendo pero tengo la sensación que no soy capaz de transmitir todo lo que el paisaje me dice.
-                     Lo mismo me ocurre a mí: ¿qué puedo decir con cuatro líneas y colores? ¿Cómo pueden compararse con esta realidad? Este cuadro no es más que una mala aproximación a la belleza de la vida.
-                     Tú dices de la pintura, pero ¿Cómo pueden conseguir las palabras transmitir una imagen? Nada puede igualar el hecho de estar aquí contemplando la excelencia de la naturaleza.
Después de esas palabras, los dos artistas se quedaron reflexionando para ellos mismos. Hans, el pintor, se decía que con pintar la imagen nunca sería suficiente. ¡Había tantas cosas que no se podían deducir de un dibujo! Se imaginó su obra expuesta en una galería, y pensó que la persona que lo contemplara no podría sentir la vida que impregnaba el paisaje. Supo que nunca podría conseguir que oliera el perfume de jazmines y tierra mojada que embriagaba sus sentidos. Se percató que quien lo mirara nunca sentiría la brisa sobre su piel, ni el calor del sol de verano. Pensó que no sólo se perdería todo esto, todos esos olores y sensaciones que formaban parte del paisaje, sino que vio que jamás podría capturar el constante movimiento de la naturaleza.
Quien viera aquel cuadro, no sabría que las hojas de los árboles caían como una lluvia de verdor, no sabría que los animales correteaban entre las flores, no oiría el canto de los pájaros que alzaban el vuelo sobre las copas de los árboles y que amenizaban aquel espectáculo.  El espectador sólo se quedaría con una parte ridícula del paisaje, contemplaría sólo las formas y colores y la disposición de los elementos, vería que hay árboles, pero no sabría que danzaban con el viento. Vería la existencia de flores, pero no sabría el perfume que producía la mezcla de sus aromas. Vería un río, pero no podría escuchar el suave rumor del agua. Vería algunos pájaros, pero no sabría que melodía cantaban.
Mientras Hans estaba pensando sobre todo esto, también Bruno se encontraba perdido en sus cavilaciones: pensaba que, leyendo el texto que estaba escribiendo, no podría conseguir que el lector viviera la experiencia que él vivía. En su texto, había descrito el olor de los jazmines y de la tierra, del aire y de las plantas, pero cada lector crearía una idea de perfume en su cabeza. Él había escrito que los pájaros cantaban, y los había comparado con una orquestra de vientos tocada por tímidos infantes inexpertos, pero sabía que cada uno interpretaría la melodía a su manera.
Por mucho que él intentara describir de forma precisa y con detalle todo lo que veía, estaba seguro que, tras la lectura del texto, cada persona habría creado en su mente su propio paisaje, que podía distar mucho del paisaje original. El pintor se quejaba, pero Bruno sabía que él no tenía modo de describir los colores. Lo intentaba, decía que los jazmines eran “del color violeta más delicioso que había visto nunca, como si los hubieran pintado de dulzura”, pero no era suficiente. No podía describir nada con la exactitud que él deseaba.
Bruno y Hans se miraron, y supieron que estaban pensando lo mismo. Todos los artistas pasan por momentos en que creen que su trabajo no es lo suficientemente bueno, que nunca podrá competir con la realidad. Pero nadie dice que el objetivo sea competir con la realidad.
-                     Amigo, puede que nunca puedas pintar en  tu tela toda la vida que tiene este paisaje, pero de eso se trata, que mediante tu pintura los espectadores puedan imaginar esa vida y dar rienda suelta a su creatividad.
-                     Tienes razón, Bruno: puede que tus textos no puedan transmitir el color o el olor exactos, pero lo verdaderamente mágico es que a partir de la idea subjetiva que tú les das, los lectores interpreten el paisaje a su forma. Y así en todas las artes. No tienes que pretender reflejar la realidad sin más, sino dejar que cada uno reciba tu obra y la interprete. Al fin y al cabo, esto es el arte.

14 de marzo de 2012

Otra tormenta


Pequeñas gotas de lluvia golpeaban los adoquines de la calle y cogieron por sorpresa a los pocos viandantes que por allí paseaban. En cuestión de segundos, el cielo se cubrió de espesas nubes grises que amenazaban tormenta, y los transeúntes corrieron a refugiarse del agua entrando en sus casas, en tabernas o en comercios.
Dentro de una de esas tabernas se encontraba Jack, un hombre de mediana edad con una espesa melena castaña que empezaba a teñirse de canas. Era un hombre grande y corpulento, y no soportaba la lluvia. En su pequeña ciudad no llovía muy a menudo, pero cuando lo hacía, las lluvias podían durar días. Miró por la ventana, que iba llenándose de gotitas de agua, y al descubrir que la lluvia había empezado a caer, decidió pedir otra cerveza.
Un camarero se la llevó a la mesa y se retiró. Se le veía contento, y no era de extrañar, pues en aquella diminuta ciudad, situada en un rincón perdido del mundo, la lluvia era sinónimo de clientes para la taberna, y los clientes eran sinónimo de dinero para los dueños y de propinas para los camareros.
Empezaron a oírse truenos y a verse relámpagos que partían el cielo, haciendo que la gente perdiera las pocas ganas que podían quedarles de volver a sus casas. Y es que, aunque vivían en una ciudad pequeña, las casas estaban alejadas del centro, porque en su momento, las viviendas se construyeron para ser de lujo: aisladas y rodeadas de amplios jardines.
En cualquier caso, no había en la taberna nadie que pudiera irse a casa sin llegar completamente empapado, así que, por el momento se quedarían todos allí esperando. No era la primera vez que eso pasaba, pues la lluvia tenía tendencia a dejar parte de la población encerrada en los bares durante horas, y por ese motivo todos estaban preparados.
Sacaron de una vieja estantería las cartas y los dados y se formaron grupos de juego. Jack se levantó de la silla y se dirigió una mesa llena de hombres y jóvenes que fumaban mientras tiraban los dados. Se sentó entre ellos, y se unió al juego. Jugar a los dados no tenía ninguna complicación, y, para ser sinceros, tampoco proporcionaba mucha diversión. En realidad, todo era una excusa para lo que realmente les gustaba a aquellos hombres: apostar.
Como la lluvia casi siempre los pillaba desprevenidos, las apuestas eran muy originales y diversas. Así, pasaron cerca de una hora intercambiándose comida, bebida y hasta ropa y objetos de valor. Pero, como les pasaba siempre,  pronto se empezaron a cansar de ello.
Jack había perdido su sombrero, pero había conseguido una buena cena con un doble seis que había sacado de pura casualidad. Después de recoger sus cosas, se levantó de la mesa y se dirigió a los servicios. Una vez allí, se limpió la cara y se peinó el pelo que, sin su sombrero, se veía un poco descuidado. Cuando salió, volvió a sentarse en su mesa, y miró el reloj de la pared que indicaba que ya pasaban las diez de la noche. Todos empezaban a estar cansados y deseosos de volver a sus casas para descansar, pero la lluvia no parecía atender a sus deseos y seguía cayendo sin piedad.
Las personas que se encontraban en la taberna empezaron a movilizarse: algunos más impacientes se cansan de esperar y salen bajo la tormenta. Otros, intentan hacer la espera un poco más cómoda y amena y se cuentan historias. Algunos otros, con la ayuda del alcohol se quedan dormidos en sus mesas.  
Jack era de los que aprovechaba la espera para escuchas historias y aprender leyendas nuevas para contar a sus hijos, así que se acercó a la mesa dónde el carnicero del pueblo estaba contando una leyenda que había oído contar a sus abuelos cuando era niño.
La historia que contaba el carnicero era de las mejores que se habían oído en las tabernas de la ciudad desde hacía años. Era una leyenda que tenía de todo: aventuras, amor, magia, terror, seres fantásticos… y lo mejor era que estaba ambientada en los alrededores de Derk, lo cual le daba un valor añadido de proximidad.
El carnicero resultó ser un narrador espléndido, dejando a todos los allí presentes boquiabiertos y completamente absortos en la historia. Cuando aquella especie de cuento llegaba a su punto álgido, el momento de más tensión y emoción, cuando todos los oyentes estaban aguantándose la respiración, alguien se percató de que había dejado de llover.
Era algo muy raro, puesto que el diluvio había parado en seco y el cielo se había aclarado, dejando ver las estrellas y la luna a lo alto del espacio celeste. Habían pasado cerca de una hora escuchando al hombre contar la historia, pero cuando vieron que había parado de llover, nadie se movió.  En otras ocasiones, cuando se habían quedado todos esperando a que la lluvia cesara, a la mínima que les parecía que llovía menos o paraba, marchaban todos rapidísimo y en pocos segundos dejaban la taberna vacía.
Aquella noche, en cambio, parecía que nadie tenía ganas de marchar. Al contrario, todos miraban al carnicero esperando el desenlace de aquella trepidante leyenda que los tenía a todos cautivados. El carnicero no sabía muy bien cómo actuar. Era tarde, y todos tenían que irse a casa a descansar, pero por otro lado le hacía sentir bien el hecho de tener todo el mundo pendiente de él, así que dijo:
-          Bueno, amigos, parece que el cielo está claro y el tiempo estable… Vayámonos a nuestras casas y seguiremos con la historia en otra tarde lluviosa.
Todos le hicieron caso, y paulatinamente fueron vaciando la posada. Jack salió de los últimos, como si tuviera miedo de que el carnicero soltara algún detalle sin estar él presente. Al salir, se sorprendió a sí mismo pensando que le habría gustado que siguiera la lluvia, que había sido una pena que cesara tan pronto. Y es que hay veces que algo que se presenta negativo puede ser el contexto para que pase algo maravilloso.                          

13 de diciembre de 2011

Un recuerdo


Seguía sentado en aquél solitario banco del zoológico. Cansado, con la vista perdida en el cielo, mirando las nubes de algodón que, sobre el cielo azul, bailaban juguetonas al ritmo de esa peculiar música: la de los ruidos provenientes de los diferentes animales que allí convivían. El hombre parecía no verlas. Simplemente estaba allí, sentado en el banco.
Normalmente, habría podido escuchar voces de niños y niñas que correteaban por allí gritando maravillados al ver cada nueva especie, arrastrando sus padres tras ellos para compartir su sorpresa. O grupos escolares, parejas,… Sin embargo, una tarde de martes no había nadie en el parque, sólo él y los anfitriones, esos animales que el hombre escuchaba sin sentir, habiendo transformado su música en un monótono ruidito sin interés alguno.
Pero de todos aquellos sonidos, uno destacó por sobre los demás, e hizo que el hombre desviara la mirada del cielo, intentando buscar su origen. Había sido un escalofriante aullido de lobo. El hombre se levantó con esfuerzo, y avanzó con paso tambaleante hasta el recinto de los lobos. Éste era bastante grande, y suponía que debía haber varios animales ahí. Él se fijó en seguida en tres animales en especial, un adulto y dos lobeznos, que avanzaban hacia él. El más joven, un cachorro, mordía la oreja de su hermano, e intentaba que éste se animase a jugar con él, pero el hermano no le prestaba atención, y dejaba que el pequeño correteara a su alrededor sin inmutarse. El adulto y él parecían tristes, y volvieron a aullar. El hombre se quedo mirando fijamente la escena, y no pudo reprimir una lágrima que, perezosa, empezó a caerle por la arrugada mejilla.
Esta lágrima era fruto del recuerdo que la imagen había despertado en el hombre, que revivió una situación que llevaba años y años enterrada en su memoria. Con tristeza, evocó aquellos múltiples veranos en casa de su abuelo, en su masía, donde, un día, habían llegado dos lobos malheridos. Su abuelo los adoptó, los curó y los alimento hasta que estuvieron mejor, mientras que el hombre, que entonces tendría unos siete u ocho años, los acariciaba y jugaba con ellos como si de perros se tratara. Una vez se hubieron recuperado, decidieron dejarlos en libertad de nuevo. En el momento de dejarlos en medio del bosque, los animales corrieron a refugiarse entre las piernas del joven, que con lágrimas en los ojos los animaba a empezar su vida en el lugar que les correspondía, como animales salvajes que eran.
Aún así, no consiguieron nada y cuando volvieron a casa, los lobos siguieron el coche viejo del abuelo, y llegaron a la casa decididos a quedarse en el lugar que ellos veían como su hogar. ¿Quién tendría el valor para echarlos ahora? Des de luego el chico no lo tuvo, y se quedaron allí, a formar parte de aquella familia cómo habían estado haciendo los últimos años.
Ahora, tantos años después, la imagen de esos animales había despertado en el hombre el recuerdo de sus veranos, de su abuelo, de su infancia. Sintió en impulso de alargar su mano para acariciar el gris pelaje de los lobos pero su mano no llegó a hacerlo: un cristal se lo impedía. Un cristal que era cómo la barrera inexistente que lo separaba de su niñez, que, pasada ya, no volvería.
El hombre se quedó arrodillado delante de aquella imagen, con la mano aún apoyada en el cristal, guardando la esperanza de acariciar por última vez aquellos animales que, por unos momentos, le habían permitido volver a tener siete años.

17 de noviembre de 2011

En ruinas


Miro a mi alrededor y no comprendo lo que veo. Todo está hecho un desastre: allí dónde debería estar mi casa, todo es polvo y cenizas que irritan mis ojos y crean aún más lágrimas amargas. Parpadeo una vez más, con la esperanza que cuando vuelva a abrir los ojos, todo volverá a la normalidad, que mi casa volverá a alzarse delante de mis ojos, y esta pesadilla habrá terminado.

Abro los ojos lentamente, por miedo a la imagen que veré. Como en el fondo ya sabía, nada ha cambiado: edificios derrumbados forman el paisaje a mi alrededor. El humo me hace toser, y en aquél momento me siento extremadamente desgraciada. Sin fuerzas, caigo sobre mis rodillas, que se ensucian de polvo, y rompo a llorar aún más intensamente.

Cojo polvo con las manos y dejo que se deslice lentamente entre mis dedos y se lo lleve el viento volando. No sé qué hacer. El sentimiento de impotencia me invade, haciéndome sentir inútil y diminuta en medio de aquella ciudad en ruinas. No puedo explicarme que ha pasado, no tengo la menor idea de lo que ha sucedido. Lo único que sé es que estoy arrodillada y llorando delante de lo que una vez fue mi casa y que ahora no es más que polvo.

No sé donde está la gente, no sé siquiera si están bien, aunque la mera idea de pensar que mis familiares y amigos hayan sufrido algún daño me aterroriza. Estoy confusa, aún no acabo de creerme mi situación: lo siento todo lejano, como si fuera un sueño. No puedo aceptar que todo mi mundo se haya derrumbado en cuestión de segundos.

Me levanto con un gran esfuerzo, tambaleándome. Estoy cansada, muy cansada. Me siento vacía por dentro, como si también mi corazón se hubiera convertido en polvo. Doy tres pasos inseguros hacia adelante, y me obligo a mi misma a seguir andando. No sé a dónde me dirijo, pero necesito huir de allí.
No sé qué es lo que voy a hacer. De momento me alejaré de aquí, deseando despertar en cualquier momento y poder respirar aliviada sabiendo que no era más que un sueño. Seguiré andando, buscando algo que me de fuerzas, buscando alguien que me dé explicaciones. Intentando sobrevivir a esta situación tan nueva e inesperada que amenaza a destruirme a mí como ha hecho con todo lo que yo amaba.


14 de noviembre de 2011

La Huida


Corría sin parar ni mirar hacia atrás por entre los carrerones estrechos de la ciudad. Sabía que aún lo perseguían, y tenía miedo. Miedo por lo que podía pasarle si lo cogían. Por eso corría sin prestar atención a dónde se dirigía, sólo huyendo y evitando los viandantes, que lo miraban sorprendidos.
Intentaba confundir a sus perseguidores cogiendo calles poco transitadas y haciendo cambios de dirección a menudo. Conocía bien aquella parte de la ciudad, pero se estaba cansando de tanto correr. Aún así, no se podía permitir un descanso. Los pies empezaban a hacerle daño, y más de una vez tropezó y estuvo a punto de caer, pero siguió.
No tenía opción, se decía. Al cabo de unos diez minutos de carrera sin pausa, pensó que habrían desistido de buscarlo. Paró de correr y entró con precaución en un parque muy solitario. Se sentó en un banco que quedaba medio cubierto por plantas mal cuidadas y maleza y se quitó la cazadora.
Entonces, dejó sobre el banco la bolsa que había llevado todo el rato agarrada como un preciado tesoro. Con una sonrisa malévola la abrió y vació su contenido sobre el banco. De dentro cayeron objetos muy diversos: un paragua, pañuelos, xicles, unas gafas, compresas... Y entoces se puso mas interesante: un Ipod, un teléfono móbil y un billetero.
Satisfecho, comprobó que el teléfono estaba encendido y se lo guardó en el bolsillo, junto con el reproductor de música. En aquel momento abrió el monedero. Sacó de su interior el dinero (80 euros en efectivo) y también se los guardó. Entonces volvió a meter sin ningún cuidado todo lo que había sacado en el bolso y lo dejó abandonado en un banco un poco más allá. Ya tenía lo que quería y, una vez más, había conseguido escapar de la policía.

18 de septiembre de 2011

Detrás del espejo

Tengo la mirada fija esa chica, que me vuelve la mirada casi desafiante. La observo, analizándola: tiene el pelo castaño oscuro mojado caiéndole sobre las espaldas, mojado. Sus ojos son marrones, intensos con las pestañas largas y abundantes. Es de piel morena, y tiende los labios rojizos bastante gruesos, dibujando una sonrisa torcida no muy alegre.

Es igual que yo, sin embargo, no me parece que sea yo misma. Aparto la mirada del espejo y me paso una mano por el pelo, pensativa. Acabo de salir de la ducha, por eso tengo el pelo mojado. Vuelvo a mirar la desconocida imagen del espejo y sonrío. Veo que ella me imita. ¿Qué tenemos en común? Está claro que somos iguales, pues claro, porque ella es yo. Pero ¿hasta que punto?

Imagino la situación desde fuera y me parece absurda. ¿Qué me está pasando? Pues claro que soy yo el reflejo que veo, es el reflejo de mi imagen. "Eres tú", me digo. "¿Quién iba a ser? Tú, Claudia, ésa eres tú". Lo sé, pero mirándo el espejo a los ojos sigo teniendo la sensación de mirar a una desconocida. Será que no me conozco... ¿Quién puede conocerme entoces? Ya hace unos días que tengo ésa sensación: de no saber quién soy, o qué estoy haciendo aquí, o cual es mi lugar.

Me seco el pelo con una toalla, de forma automática, y la chica del espejo sigue imitando todos mis movimientos. Me gustaría que hubiera un espejo para los sentimientos. No me sirve de nada saber cómo me veo, pero me encantaría poder ver de una forma ordenada todo lo que siento, pienso y, en definitiva, soy. Intento visualizar esa imagen en el espejo, pero no sé por dónde empexar.

Es muy difiícil saber lo que soy, o porque soy de esa manera. No sé que pensar, me siento vacía, como si no hubiera nada con significado dentro de mi, solo pensamientos y emociones borrosas deambulando sin dejar constancia de nada. ¿Estare vacía de verdad? Vuelvo a mirarme en el espejo, intentando ver algo más allá de mis ojos oscuros mirándome fijamente.

¿Quíen es esa chica que me está mirando? ¿Qué siente, qué piensa, dónde va? ¿Porqué se queda delante de mí sin hacer nada? ¿Qué está esperando? Todas esas preguntas y más se forman en mi mente, a la vez que las aplico a mi persona. "¿Que estoy esperando?". Supongo que una especie de revelación, una inspiración que me ayude a comprender... Pero entonces lo veo.

No voy a conseguir nada quedándome plantada delante de un espejo con tantas preguntas, dudas e incertezas... La única forma de conocerme a mí misma es vivir, dejar que mi mente se aclare, dejar que mis sentimientos y emociones fluyan en el día a día. Vivir, ser yo misma. Ésa es la única manera de comprender cómo soy: siendolo, siendo yo.

Sonrío una vez más, decidida a darme una oportunidad para demostrarme quién soy. Voy a mi habitación, cojo una camiseta y unos pantalones y me visto. Me siento alegre, feliz de haber avanzado un poco en ese rompecabezas de mi ser. Creo que el paso de dejarme libertad para descubrirme es el más importante. Sonrío, y salgo a la calle, dispuesta a mirar dentro de mí y ver lo que hay, descubrirme y comprenderme y, por fin, sentirme bien conmigo misma y, de una vez por todas, feliz.

29 de agosto de 2011

Puedes sonreír

Estaba encerrada en el baño llorando, sintiéndome completamente estúpida y rezando para que nadie entrara y me viera en tan ridícula situación. Estaba delante del espejo, con las manos sobre el frío mármol de la pica mirando mi reflejo a través de un velo de agua salada que cubría mis rojizos ojos.

"Mírate", pensé. "Estás hecha una mierda, Laia. Madura de una vez. Sigues siendo una niña,  nada más que eso. Y ahora estás aquí, encerrada en el baño llorando." Eso me hizo sentir aún peor, si eso era posible. Me sentí muy débil, pequeña, no lo suficientemente fuerte como para enfrentarme a todo lo que me esperaba al otro lado de la puerta cerrada.

Tenía que salir de allí, afrontar la realidad en lugar de encerrarme a esperar que pasara la tormenta. Pero era duro. Era demasiado duro saber que allí a fuera estaba esperando él. Acababa de decirme que todo había terminado, que ya no había nada entre nosotros. Sí, me había dejado, y lo peor es que creo que no sabía lo mal que me sentaban sus palabras. Cada vez que abría la boca era como si me clavaran un puñal en el corazón y lo retorcieran con fuerza.

Aún así, él no parecía notar que mis ojos se estaban llenando de lágrimas, y yo seguí aguantando tan firme como pude, buscando ese momento para huir y refugiarme en mi cueva de la vergüenza. Él había hecho una pausa, me había mirado a los ojos, supongo que esperando algún tipo de respuesta. No estaba muy segura de poder hablar sin que se me quebrase la voz y echar a llorar allí mismo, así que solo dije:
- Vale, si es lo que quieres, supongo que no hay nada que pueda hacer.

Me giré rápidamente, para que no tuviera tiempo de añadir nada, y me fui, andando muy dignamente e intentando no parecer tan afectada como realmente me sentía. Así llegué al baño, y allí exploté.
El sonido de la puerta abriéndose me devolvió a la realidad. Me metí a toda prisa en uno de los lavabos y me encerré en él.

- Laia... ¿estás ahí? Vamos, sal, cuéntame que pasó.
Reconocí la voz de Sara, mi mejor amiga y eso me tranquilizó. Pero tampoco me sentía muy dispuesta a salir en aquellas condiciones. Así que intenté calmarme un poco para contarle lo sucedido, aunque probablemente ya lo supiera. Me sequé las lágrimas con el dorso de la mano, que sequé a su vez en el tejano y salí, un poco más segura de mí misma:
- Sara...
- Oh, Laia. Venga, no pasa nada, ¿vale? cuéntamelo todo.
- No hay mucho que contar: Dani me ha dejado. Eso es todo.
- ¿Cómo? Pero si... bueno, mira, si no te sabe apreciar, es su problema. No sabe lo que se pierde.
- No me salgas con esos tópicos, Sara. Me da igual si me infravalora, porque la que esta jodida ahora soy yo, ¿sabes? Todo este tiempo juntos, ¿para eso?
- Tranquila, vas a superarlo. Yo y todas vamos a ayudarte a hacerlo. Todo va a salir bien, ¿vale?
- No, no va a salir bien. Me ha dejado, puedo con eso... con tiempo puedo superarlo. Pero porqué no ha sabido decirle nada de lo que pensaba? Porqué me he escondido de esta forma? No quiero seguir siendo esta niñita cobarde que no se enfrenta a nada.
- Pues sal, y dile eso a él. Suéltale todo lo que piensas, desahógate y te sentirás mejor.
- Me gustaría, pero no es tan fácil. Me bloqueo, y ahora estallaría a llorar delante de él, y te juro que es lo último que quiero hacer.
- Así que todo esto no es solo por Dani, ¿eh?
- Claro que lo es! Sara, me ha dejado, pero... en parte, yo veía que no funcionaba. Aún así, decidí ignorarlo, porque lo amaba y pensé que todo se arreglaría... Pero no lo hizo.
- Ya me imagino. Pero hay más. No estas solo enfadada con él, Laia. Estás enfadada contigo misma, con tu reacción.
- Pues sí, pero ¿que puedo hacer? Soy así de cobarde, soy así de...

Mientras decía esas palabras, las lágrimas empezaron a brotar de mis ojos de nuevo. Mierda, ahora aún me sentía más débil.  Estuve un rato llorando, mientras ella se quedaba delante de mí, consolándome. Tenía que hacer algo al respeto. Realmente tenía ganas de decirle cuatro cosas a Dani, pero me daba miedo. No tenía el valor de salir e ir a buscarle.

- ¿Lo ves? - logré articular entre sollozos - ¡Doy pena!
- No digas eso, tía, sabes que no es verdad. Vas a limpiarte la cara y a aclarar las cosas con ése. Voy a avisarle.
- No, Sara, espera...

Pero se había ido, se había ido a buscar a Dani. Me limpié la cara, intentando disimular que acababa de llorar, aunque no creo que tuviera demasiado efecto. Me dije que podía hacerlo. Sara me había dado ese empujoncito que necesitaba, pero yo tenía que hacer el resto. Inspiré profundamente, calmándome, y entonces Sara me gritó desde fuera que saliera. Vale, era mi momento. "Vamos allá" me animé.

- Laia, me ha dicho Sara que querías decirme algo. Mira, nena...
- Cállate Dani, y escúchame. Entiendo que quieras dejarme, y realmente no hay nada que pueda hacer acerca de eso, pero deja que te diga algo: eres un cabrón. No contestes, aún no he terminado. Todos esos meses que hemos estado saliendo me he preocupado mucho por ti, por ambos y por lo nuestro, intentando haciéndolo funcionar esta vez, mientras parecía que a tu no te importaba lo más mínimo. He intentado cuidar esta relación, y ahora llegas tú y no sólo lo rompes todo, sino que además no te percatas de ello, ni de cómo duele.
- Laia, yo...
- No, Dani. Nunca escuchas a nadie, nunca me escuchaste a mí, pero vas a hacerlo ahora. No vuelvas a hacerme esto. No quiero que dentro de un tiempo vengas a mí diciéndome que te arrepientes y que fue un error. No voy a volver a pasar por esto. Ya me has hecho suficiente daño, así que ahora te pediría que me dejases en paz. ¿Vamos, Sara?

Así, saqué de dentro de mí todo lo que había ido acumulando durante mucho tiempo, (las dos veces que habíamos salido) y se lo eché en la cara. Podía ser que no le afectase mucho, pero yo estaba mejor, mucho mejor.

Yo y Sara anduvimos un rato calladas, hasta que ella me dijo:
- Lo has hecho! Estoy muy contenta por ti.
- No se cómo, pero lo he sacado todo.
- Te lo digo siempre. Todas las cosas que no dices, que no cuentas, se quedan ahí, en algún lugar siempre molestando y interfiriendo en tu vida. Esas emociones son las que te hacen bloquear y llorar. Porque acabas llorando no por algo que pasa, sino por todo lo que ya ha pasado sin que hiceras nada al respecto.
- Supongo que sí - suspiré - pero voy a echarlo de menos...
- Vaya tontería! Vas a olvidarte de él, eso es lo que vas a hacer.
- Bueno, supongo que podría intentarlo. Creo que pasar por esto me ha fortalecido.
- Claro que sí! Ah, y ahora que todo ha pasado, no tienes que estar siempre preocupándote por todo, no tienes que sentirte mal contigo misma, no tienes que hacer que tu vida te parezca peor... No tienes que estar siempre triste, - me miró a los ojos - puedes sonreír.

Lo hice, y me sentí mucho mejor: capaz de afrontar lo que me había pasado y todo lo que viniera de allí hacia adelante. Sonreí, mientras me prometía a mí misma que no iba a dejar que nada borrara esa sonrisa de mi cara si podía hacer algo para evitarlo. Descubrí que sí, podía sonreír, y que era maravilloso.