Seguía sentado en aquél solitario banco del
zoológico. Cansado, con la vista perdida en el cielo, mirando las nubes de
algodón que, sobre el cielo azul, bailaban juguetonas al ritmo de esa peculiar
música: la de los ruidos provenientes de los diferentes animales que allí
convivían. El hombre parecía no verlas. Simplemente estaba allí, sentado en el
banco.
Normalmente, habría podido escuchar voces de
niños y niñas que correteaban por allí gritando maravillados al ver cada nueva
especie, arrastrando sus padres tras ellos para compartir su sorpresa. O grupos
escolares, parejas,… Sin embargo, una tarde de martes no había nadie en el
parque, sólo él y los anfitriones, esos animales que el hombre escuchaba sin
sentir, habiendo transformado su música en un monótono ruidito sin interés
alguno.
Pero de todos aquellos sonidos, uno destacó
por sobre los demás, e hizo que el hombre desviara la mirada del cielo,
intentando buscar su origen. Había sido un escalofriante aullido de lobo. El hombre
se levantó con esfuerzo, y avanzó con paso tambaleante hasta el recinto de los
lobos. Éste era bastante grande, y suponía que debía haber varios animales ahí.
Él se fijó en seguida en tres animales en especial, un adulto y dos lobeznos,
que avanzaban hacia él. El más joven, un cachorro, mordía la oreja de su
hermano, e intentaba que éste se animase a jugar con él, pero el hermano no le
prestaba atención, y dejaba que el pequeño correteara a su alrededor sin
inmutarse. El adulto y él parecían tristes, y volvieron a aullar. El hombre se
quedo mirando fijamente la escena, y no pudo reprimir una lágrima que,
perezosa, empezó a caerle por la arrugada mejilla.
Esta lágrima era fruto del recuerdo que la
imagen había despertado en el hombre, que revivió una situación que llevaba
años y años enterrada en su memoria. Con tristeza, evocó aquellos múltiples
veranos en casa de su abuelo, en su masía, donde, un día, habían llegado dos
lobos malheridos. Su abuelo los adoptó, los curó y los alimento hasta que
estuvieron mejor, mientras que el hombre, que entonces tendría unos siete u
ocho años, los acariciaba y jugaba con ellos como si de perros se tratara. Una
vez se hubieron recuperado, decidieron dejarlos en libertad de nuevo. En el
momento de dejarlos en medio del bosque, los animales corrieron a refugiarse
entre las piernas del joven, que con lágrimas en los ojos los animaba a empezar
su vida en el lugar que les correspondía, como animales salvajes que eran.
Aún así, no consiguieron nada y cuando
volvieron a casa, los lobos siguieron el coche viejo del abuelo, y llegaron a
la casa decididos a quedarse en el lugar que ellos veían como su hogar. ¿Quién
tendría el valor para echarlos ahora? Des de luego el chico no lo tuvo, y se
quedaron allí, a formar parte de aquella familia cómo habían estado haciendo
los últimos años.
Ahora, tantos años después, la imagen de esos
animales había despertado en el hombre el recuerdo de sus veranos, de su
abuelo, de su infancia. Sintió en impulso de alargar su mano para acariciar el
gris pelaje de los lobos pero su mano no llegó a hacerlo: un cristal se lo
impedía. Un cristal que era cómo la barrera inexistente que lo separaba de su niñez,
que, pasada ya, no volvería.
El hombre se quedó arrodillado delante de
aquella imagen, con la mano aún apoyada en el cristal, guardando la esperanza
de acariciar por última vez aquellos animales que, por unos momentos, le habían
permitido volver a tener siete años.
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