13 de diciembre de 2011

Un recuerdo


Seguía sentado en aquél solitario banco del zoológico. Cansado, con la vista perdida en el cielo, mirando las nubes de algodón que, sobre el cielo azul, bailaban juguetonas al ritmo de esa peculiar música: la de los ruidos provenientes de los diferentes animales que allí convivían. El hombre parecía no verlas. Simplemente estaba allí, sentado en el banco.
Normalmente, habría podido escuchar voces de niños y niñas que correteaban por allí gritando maravillados al ver cada nueva especie, arrastrando sus padres tras ellos para compartir su sorpresa. O grupos escolares, parejas,… Sin embargo, una tarde de martes no había nadie en el parque, sólo él y los anfitriones, esos animales que el hombre escuchaba sin sentir, habiendo transformado su música en un monótono ruidito sin interés alguno.
Pero de todos aquellos sonidos, uno destacó por sobre los demás, e hizo que el hombre desviara la mirada del cielo, intentando buscar su origen. Había sido un escalofriante aullido de lobo. El hombre se levantó con esfuerzo, y avanzó con paso tambaleante hasta el recinto de los lobos. Éste era bastante grande, y suponía que debía haber varios animales ahí. Él se fijó en seguida en tres animales en especial, un adulto y dos lobeznos, que avanzaban hacia él. El más joven, un cachorro, mordía la oreja de su hermano, e intentaba que éste se animase a jugar con él, pero el hermano no le prestaba atención, y dejaba que el pequeño correteara a su alrededor sin inmutarse. El adulto y él parecían tristes, y volvieron a aullar. El hombre se quedo mirando fijamente la escena, y no pudo reprimir una lágrima que, perezosa, empezó a caerle por la arrugada mejilla.
Esta lágrima era fruto del recuerdo que la imagen había despertado en el hombre, que revivió una situación que llevaba años y años enterrada en su memoria. Con tristeza, evocó aquellos múltiples veranos en casa de su abuelo, en su masía, donde, un día, habían llegado dos lobos malheridos. Su abuelo los adoptó, los curó y los alimento hasta que estuvieron mejor, mientras que el hombre, que entonces tendría unos siete u ocho años, los acariciaba y jugaba con ellos como si de perros se tratara. Una vez se hubieron recuperado, decidieron dejarlos en libertad de nuevo. En el momento de dejarlos en medio del bosque, los animales corrieron a refugiarse entre las piernas del joven, que con lágrimas en los ojos los animaba a empezar su vida en el lugar que les correspondía, como animales salvajes que eran.
Aún así, no consiguieron nada y cuando volvieron a casa, los lobos siguieron el coche viejo del abuelo, y llegaron a la casa decididos a quedarse en el lugar que ellos veían como su hogar. ¿Quién tendría el valor para echarlos ahora? Des de luego el chico no lo tuvo, y se quedaron allí, a formar parte de aquella familia cómo habían estado haciendo los últimos años.
Ahora, tantos años después, la imagen de esos animales había despertado en el hombre el recuerdo de sus veranos, de su abuelo, de su infancia. Sintió en impulso de alargar su mano para acariciar el gris pelaje de los lobos pero su mano no llegó a hacerlo: un cristal se lo impedía. Un cristal que era cómo la barrera inexistente que lo separaba de su niñez, que, pasada ya, no volvería.
El hombre se quedó arrodillado delante de aquella imagen, con la mano aún apoyada en el cristal, guardando la esperanza de acariciar por última vez aquellos animales que, por unos momentos, le habían permitido volver a tener siete años.

No hay comentarios:

Publicar un comentario